lunes, 10 de marzo de 2014

Mujer



No pudo con ella el quedarse a cargo de una familia siendo casi una niña. No se rindió después de perder una guerra y dos hermanos, a los que crió, en ella. Siguió adelante tras ver morir a un marido que nunca la tuvo en cuenta, aunque jamás le oí decir una palabra mala sobre él, dejándola con cuatro niños en la época más oscura. Se adaptó a una ciudad grande y desconocida con casi cincuenta años por buscar un porvenir para los suyos. Nada de ello me hace admirarla. Lo admirable es que, después de todo, no vi en su cara un gesto de amargura. La vi reír, enfadarse, casi nunca llorar y, sobre todo, presencié como se ilusionaba con cualquier pequeño proyecto.

Heredé su nombre igual que ella lo hizo de su abuela. Me dejó cientos de conversaciones antes de dormir, su olor, el tacto de sus manos cuando le pedía que me rascase la espalda sólo por el gusto de sentir su contacto y más cariño que besos. Le correspondí con bastantes soponcios en los poco más de diez años que viví a su lado, un intento de enseñarle a leer cuando yo todavía pintarrajeaba en los libros, mis miradas curiosas observando cómo se hacía el moño y se pegaba el lóbulo de la oreja para ponerse sus pendientes y un torpe amago de homenaje muchos años después.

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